Hace años, Manuel Toro, decía en su pregón “la muerte no es algo que ocurre, sino alguien que llega”. Esta frase demoledora de José Mª Cabodevilla, la llevó a colación refiriéndose al tránsito de la vida a la muerte del cofrade. Ese instante en el que, a semejanza del que espera en la acera ver pasar al Señor en su paso, cada nueva Primavera hasta que llega a su altura, la altura de la emoción de la súplica contenida, la pasión se desborda; y no sabemos cómo, pero ocurre, que una oración se escapa, como bálsamo hacia el Rey de Reyes, para aliviarle las heridas de su cabeza ensangrentada por las espinas que se le clavan. Y te das cuenta, entonces, que no eres tu el que has salido en su busca, sino Él, el que ha salido a ti a buscarte.
Hoy se ha vuelto a cumplir el axioma, y Cristo ha llegado al encuentro de Ricardo, que se hallaba ya esperando en la acera de su vida, la llegada de su Redentor.
Aunque pueda parecer una obviedad, nuestro querido fraile, ha sido parte fundamental en el devenir histórico de nuestra Hermandad, (y para quien no lo ha sido ¿verdad?) desde los años 70 en los que gozosamente se cruzó en nuestras vidas.
El fue el responsable de que la Madre que nos enamora, llegase a nuestras vidas de las gubias del añorado Francisco Buiza. Y poco después, de que el Rey, que gobierna nuestro reino sentado en su trono de Humildad en su capilla sacramental de San Antonio de Padua, nos hiciera vasallos y presos perpetuos en la cárcel de su corazón.
Y fue el propio “fraile” el que trajo a nuestra Hermandad a Francisco Pinto, para darle forma definitiva a la escena estremecedora de la Coronación de espinas de Ntro. P. Jesús Humilde. Y tanto se implicó en el proyecto que, en la foto en la que quedó plasmada la escena para configurar la composición, por parte del imaginero jerezano, se encontraba haciendo las veces del soldado romano que eleva la caña para asestar el golpe definitivo que encajase la corona en las divinas sienes de nuestro Salvador.
Pero sin duda, la intervención artística, y sin temor a equivocarnos, doctrinal también, que va a asentar las bases de la devoción mariana en nuestra corporación, fue el diseño del techo de palio de Nuestra Madre mercedaria.
Allí, entre rosas y azucenas, cadenas y llaves libertadoras, dejó, nuestro querido hermano Ricardo, parte de su alma. Puede que todos los elegidos para ostentar parte de su patrimonio diseñador digan lo mismo, pero tan solo en el baldaquino bordado de la siempre Virgen María de la Merced, el bueno de fray Ricardo puso a un franciscano al que profesaba gran devoción a los pies de la Señora. Junto a nuestro padre fundador, el bueno de San Antonio estará hasta la eternidad, recogiendo los dones inmaculados de las manos de Ella. ¿Acaso no sería un guiño del fraile a su Hermandad mercedaria, para que cuando llegase el momento, nos acordásemos siempre que el estaría eternamente hasta el final con Ella?
Fray Ricardo será recordado por su arte rebosante de ternura, elegantemente barroco, imprescindiblemente mariano, desbordadamente evangelizador. No erramos al afirmar que nuestro hermano Ricardo fue el evangelista gráfico de la Pasión del siglo XX. Nuestra hermandad le dedicó una exposición monográfica en su día con el lema “El dibujante de la Pasión” ¡Que cosas tan sencillas e importantes hace nuestra cofradía, esté quien esté al frente de ella! Un homenaje como ningún cofrade cordobés ha recibido en vida, que después es muy fácil el “homenajeo sensiblero” al que estamos acostumbrados por estos lares.
Pero Ricardo no fue tan solo el artista cofrade por excelencia de la ciudad. Al recordar sus pregones encendidos, su barroca y evangelizadora prédica, tenemos que caer en la cuenta de que se nos ha ido, en lo que se nos antoja un suspiro, el artífice de la dirección espiritual paralela de cada uno de nosotros en nuestras cofradías y en nuestra propia vida. Él nos educó en la fe, pero vestida con túnica nazarena, o con alpargata costalera. Nunca fue amigo de lo fútil o del trampantojo evangélico. Y siempre gustó de llamar al pan, Cuerpo de Cristo y al vino, Sangre de Cristo. Muchos, aún tenemos en la memoria, esas consagraciones eternas en las que, absorta nuestra mirada en sus manos, contemplábamos, con los ojos de la Fe, como Cristo se hacía presente en las especies sacramentalmente benditas.
Se nos hace complicado, en estos momentos de sentimientos arremolinados, hacer cuentas de las veces que Ricardo se subió al ambón del evangelio cofrade de San Antonio de Padua. Pero es igual, porque cada vez que nuestro hermano visitaba “su” casa, en la que tan a gusto se encontraba (y son palabras suyas) bien, en una exhibición de memoria prodigiosa te llevaba delante del palio de la Macarena en aquella madrugada de ensueño, da igual el año, porque en sus labios todas las madrugadas eran de ensueño, o bien te recitaba sus evangelios apócrifos pregoneros, o te envolvía con una meditación improvisada que te trasportaba al Tabor de la Gloria nazarena, cofrade y mercedaria que esperamos.
En su palabra se hacía nuevamente presente la aseveración del salmo 68: “el celo de tu casa me devora” y así nos lo trasmitía a todos hasta desencajarnos la mandíbula de tanto abrir la boca, absortos ante la vehemente defensa de la Fe de nuestros mayores hasta hacerla nuestra.
Por eso, aquellos que hemos tenido la dicha inconmensurable de contarnos entre sus hermanos de cofradía, no podemos renunciar a aguantarnos las lágrimas, y apretando fuerte los dientes, empujar “fuerte p’arriba” en esta levantá que lo lleve hasta la misma Gloria, porque él, mas que ninguno de nosotros, pobres de espíritu, se merece haber llegado ya a la morada que, a buen seguro, el Padre Eterno le tenía preparada.
Querido Fray Ricardo, hermano del alma, sabemos, porque así lo profesamos que ya estás gozando de la presencia de Ella. Por una vez te pedimos, que no nos digas, si es tan bonita como creemos a pies juntillas. Tan solo te pedimos, una vez más, que intercedas por tus hermanos para que seamos dignos de alcanzar como tú el Reino prometido, y cumplir condena eternamente al lado de Ella, cuando un día nos pongan la túnica blanca para cumplir la última estación de penitencia en esta vida, y mirándola de frente podamos decir como tu le dijiste en tu Pregón, Madre mía de la Merced, aquí me tienes para quedarme, ¡Hasta el final, Contigo!